Une traduction française de ce texte est également disponible sur ce blog : “Individualisme et morale en temps de pandémie en Argentine”.
Junio de 2020. En Argentina atravesamos una etapa de aislamiento social preventivo y obligatorio; es la respuesta nacional a la pandemia ocasionada por el COVID-19, que es global. Esto supone que no salimos a la calle salvo a realizar actividades estrictamente necesarias como comprar comida o artículos de primera necesidad (productos que limpiamos con agua y alcohol o lavandina cada vez que entran a nuestras casas). Cuando salimos usamos barbijo, de manera obligatoria. No trabajamos sino desde nuestras computadoras, no jugamos al futbol, no vamos a la pileta, no visitamos amigos, ni vamos a la plaza a tomar mate.
La decisión, tomada el 20 de marzo por el poder ejecutivo nacional, con el aval de los gobernadores, va en línea con lo que ha sucedido en algunos países de la región (Paraguay, Bolivia, Perú, Colombia, etc.). Pero se diferencia de lo llevado a cabo por otros países limítrofes como Chile, Uruguay y sobre todo Brasil; países que, con sus matices, han evitado el confinamiento y que, quizás por esa razón, han sido exhibidos como contra-modelos por los sectores que critican las medidas tomadas por el gobierno nacional.
Hace un par de semanas me sucedió algo extraño: agobiado del encierro, pero confiado en que estaba haciendo lo correcto, esperé con entusiasmo el día en que me tocaba salir a hacer compras. Pero no bien pisé la calle, tuve sensaciones incómodas. Por un lado, cierta angustia derivada de que las calles estaban vacías, por el otro, también sentí cierto enojo cuando vi algunas personas con aire de paseo y pensé: “deberías estar en tu casa!”.
¿Por qué sentí angustia si estaba cumpliendo con mi deseo de salir? Porque no estamos solos deseando, estamos deseando con otros y nuestro deseo es estar con esos otros. Quiero que la calle esté llena de desconocidos que salen de sus casas sin infringir ni flexibilizar ninguna norma. Quiero cruzarme con gente a la que pueda saludar y eventualmente abrazar.
¿Y por qué sentimos bronca al ver algunas personas en la calle? Porque creemos que el aislamiento es la salida y no terminamos de saber si el resto de la sociedad lo está cumpliendo. Hay una norma y creemos que hay que respetarla. Pero el respeto de esa norma no depende (sólo) del temor a la sanción del aparato estatal, porque su alcance es sumamente limitado en relación a la rigidez que nos impone el aislamiento. Donde no llega el Estado aparece la moral. Dicho en términos personales: no conozco personalmente a nadie que haya sido sancionado por el Estado por no haber cumplido con el aislamiento, en cambio sí conozco a quienes cumplieron con esta norma: todos mis allegados.
No se puede avanzar mucho más hablando de nuestra pertenencia individual a la sociedad, de nuestra incapacidad de estar solos con nuestro deseo de salir, sin que se nos aparezcan la mirada de Émile Durkheim, autor cuya obra abordo en mis clases de teoría social clásica en la Universidad Nacional de La Plata.
Para Durkheim la norma es coerción, imposición, pero también es deseo. Ambos componentes son centrales para poder vivir en sociedad. Y ambos deben estar presentes en este aislamiento: no se puede transitar esta experiencia sin alguna dosis de deseo por cumplir la restricción, no podemos vivir permanentemente con la sensación del constreñimiento. ¿Por qué se nos aparece Durkheim, un autor que escribió entre fines del siglo XIX y principios del XX, a la hora de transitar e intentar comprender una experiencia estrictamente actual? Pues porque la potencia de su obra trasciende las fronteras del tiempo y gracias a ello algunas de sus preguntas son las nuestras.
Uno de los grandes hallazgos de la obra de Durkheim es haberle puesto límite ontológico y axiológico al individualismo. Nunca logramos estar del todo solos, así lo demuestra su estudio sobre las tasas de suicidio en diferentes sociedades: la regularidad indica que hay algo más que un individuo poniendo fin a su vida en cada suicidio[1], hay una influencia social que condiciona e invita a tomar esa decisión, por eso la tasa varía de acuerdo al estado general de la conciencia colectiva en cada sociedad. Por eso tampoco estamos solos cumpliendo el confinamiento, aunque estemos aislados.
Y tampoco es un valor a defender que el individuo se rija por sus propios deseos e intereses. Como señala en su disputa con Spencer en De la división del trabajo[2], el interés personal no puede ser fundamento del lazo social, porque no hay nada más efímero que el interés, de modo que lo que hoy me une mañana me enfrenta. Debe haber algo más que interés en una relación entre partes; ese algo es la moral.
Es la moral lo que sentimos cuando salimos a la calle y nos enojamos porque hay mucha gente transitando, lo que aumenta la chance de expansión del virus. Es la moral la que nos hace quedarnos en casa, ya que aunque existan controles públicos sabemos que la coerción estatal no sería suficiente para garantizar el aislamiento. La razón por la que no salimos todos los días a hacer las compras no es el temor al castigo estatal, ni siquiera al eventual castigo social de vecinos policiacos, probablemente tampoco sea un miedo directo a que el virus esté allí; el limite nos los coloca la fuerza coercitiva que nos imprimió la consigna “quédate en casa”, consigna de creación estatal pero de cumplimiento societal.
El aislamiento se ha ido renovando y modificando en sus alcances cada dos semanas, y el vocero destinado a explicar lo que viene es el propio Presidente –que a su vez es profesor universitario de derecho penal-. En estas comunicaciones presidenciales Fernández destina buena parte de su mensaje a mostrar gráficos que dan cuenta de cómo se han evitado los contagios tras el aislamiento, muestra modelos matemáticos que indican qué habría pasado si no se hubiera impuesto esa restricción, explica que los contagios se multiplican cada vez a menor velocidad. Su mensaje está más orientado a convencernos de que venimos bien, de que estamos evitando la explosión de la pandemia, que a dar indicaciones precisas acerca de qué castigo recibiríamos su infringiéramos las normas. De hecho, en alguna oportunidad no ha quedado claro qué se podía hacer y que no en la nueva etapa, pero si ha quedado claro el espíritu y el fundamento de la norma que nos guía. El jefe de Estado se muestra menos como el titular de la institución que tiene el monopolio de la fuerza, que como un líder orientado a construir y ayudarnos a sostener una norma.
Estamos probablemente frente a la construcción de una norma en tiempo record, cuestión que también preocupaba a Durkheim: el desajuste entre la nueva realidad y las normas heredadas, que podía derivar en la anomia. Incluso podemos plantear una hipótesis: si Durkheim pudiera ver qué está sucediendo en Argentina en términos de cumplimiento de esta norma, se sorprendería por la velocidad con la que nos ajustamos a ella.
Durkheim indagó mucho sobre la naturaleza de la moral. A diferencia de los filósofos, no creía que una buena moral pudiera ser definida por un pensador de acuerdo a sus preceptos sobre lo que está bien y lo que está mal. Dando un paso en el camino del relativismo (paso que las ciencias sociales luego profundizarían, sobre todo en la línea etnográfica y su afición por suspender el juicio) consideró que una buena moral es aquella capaz de dar cohesión a las diferentes partes de un todo social; de modo que, como las sociedades varían a lo largo de la historia, cada una de ella tendrá su propia “buena moral”.
Si para Durkheim una buena moral era aquella capaz de cohesionar a la sociedad de la época, la sociedad moderna debía elaborar una moral acorde a ese proceso de secularización e individualización que se manifestaba en la división del trabajo social. Se trataba de un proceso de desarrollo inevitable, que podía fundar un nuevo lazo social basado en las diferencias: la solidaridad orgánica. Pero a su vez, había algo del orden de lo moral que a Durkheim lo inquietaba.
De allí la pregunta que se hacía, y que nos seguimos haciendo desde entonces: ¿cómo es posible la sociedad, qué es lo que mantiene unidas a sus partes? La pregunta durkheimiana parte de un axioma: el todo es mayor a la suma de las partes. De modo que, a contramano del credo liberal, la sociedad no es ni debe ser una mera aglomeración de individuos; sin embargo, la sociedad moderna es la expansión de las esferas individuales ¿Qué hacemos con esto? ¿Cómo conciliamos lo colectivo y lo individual en una sociedad hiperindividualizada?
Si hay algo que la pandemia ha expuesto, al menos en nuestro país, es el absurdo del credo hiperindividualista que encarnan algunas figuras algo marginales pero portadoras a la vez de una voz con cierto eco en los medios de comunicación y las redes sociales. Aquellos que creen que el paraíso social es aquel en el que desaparezcan las regulaciones estatales (y sociales: ¡ay, como si se pudiera!). La pandemia nos puso a la fuerza frente a la realidad de que no hay salida individual posible, que los estados deben organizar el distanciamiento social y que la sociedad en su conjunto debe asegurarse el cumplimiento de esas normas.
Ahora, volviendo a Durkheim, había en su mirada de la moral de la sociedad moderna algo paradojal que a mi entender algún vínculo tiene con nuestra actual experiencia. Si lo moral es eminentemente social, cómo logrará articular a esta sociedad que se ha vuelto cada vez más individual. Durkheim descartaba la posibilidad de volver a pensar instancias supraindividuales como las del pasado (se diferenciaba de Comte en este sentido), no creía por supuesto que la Iglesia pudiera cumplir ese rol; era un pensador laico que creía en que el proceso de secularización no tenía retorno; tampoco pensaba que el Estado pudiera ejercer esa función, porque el proceso de individualización era inevitable y el Estado nacional era una institución muy lejana de cada individuo.
Creía entonces en una moral del corte individualista, a la que llamó “el culto al individuo”. De ese modo, la defensa de cada hombre (o mujer podríamos agregar) derivada de ese proceso de individualización no era un triunfo del individuo por sobre la sociedad (como le gustaba creer a los liberales individualistas) sino por el contrario era un producto social, como es toda moral. La fuente de toda moral es para Durkheim la sociedad, es entonces ésta la que constriñe a los individuos para defender una moral individualista. Hay evidentemente algo paradojal aquí; sería una suerte de moral de forma social, pero de contenido individual. Esto entusiasmaba a Durkheim quien por momentos creía que el culto al individuo era la faceta moral de la división del trabajo; pero a la vez lo ubica frente a otra pregunta que lo posiciona en un lugar de menor entusiasmo ¿puede una moral cuyo contenido es la defensa de lo individual sin rendir cuentas a ningún otro valor ser fundamente del lazo entre los individuos?
Una paradoja de naturaleza semejante nos cruza hoy en día a los argentinos, y por lo que se puede ver a buena parte del mundo. Tenemos que aislarnos como resultado de un mandato de orden social; tenemos que priorizar nuestra individualidad porque creemos que de ese modo evitamos el contagio; nos quedamos en nuestra casa y fundamos, a través de ese gesto, un lazo social de protección mutua; cortamos lazo con nuestros familiares, en ese especial los adultos mayores, porque los protegemos; en suma, tomamos todas medidas de corte individualista, pero lo hacemos acatando un mandato social.
Ni Durkheim ni nadie podía anticipar una situación como esta, pero Durkheim sí pudo ofrecer algunas claves de cómo comprender el fenómeno. La excepcionalidad de la pandemia nos pone frente a una situación novedosa que a la vez muestra cuáles son las estructuras simbólicas y morales que nos permiten la existencia en sociedad.
Santiago Cueto Rúa, sociólogo y profesor de la Universidad Nacional de La Plata
[1] Durkheim, Émile (1971 [1897]). El suicidio. Buenos Aires : Schapire.
[2] Durkheim, Émile (1967 [1893]). De la división del trabajo social. Buenos Aires : Schapire.